«El capitán miró a Fermina Daza y vio en sus pestañas los primeros destellos de una escarcha invernal. Luego miró a Florentino Ariza, su dominio invencible, su amor impávido, y lo asustó la sospecha tardía de que es la vida, más que la muerte, la que no tiene límites. ¿Y hasta cuándo cree usted que podemos seguir en este ir y venir del carajo? le preguntó. Florentino Ariza tenía la respuesta preparada desde hacía cincuenta y tres años, siete meses y once días con sus noches. Toda la vida – dijo.» (Gabriel García Márquez, “El amor en los tiempos del cólera”). Excelente y memorable final de esta gran novela del Nobel colombiano.
“Es la vida, más que la muerte, la que no tiene límites”, exacto y hermoso señalamiento que hace el genio del novelista. La vida exagerada, sin fronteras, la vida hasta más allá de la muerte. De cara a la muerte no solo nos mostramos más sensibles sino también indefensos y con extrema urgencia necesitados de compañía, de afecto, en suma de humanidad. Hace unos días me encontraba haciéndole compañía a una amiga en el velatorio de su mamá, cuando de pronto una mujer de mediana edad interrumpe nuestra conversación para darle el pésame. La abraza muy fuerte, solloza y murmura algo que no llego a entender y luego, mientras la suelta del abrazo, le dice a mi amiga en voz bajita “voy a mirar a tu mami”. Me quedo claro que la intención de esta persona era acercarse al féretro para presentar su respeto a la difunta. Para mirarla por última vez.
Mirar es reconocer, darse cuenta del otro y de los otros. Mirarlo para valorarlo, para hacerle saber que nos importa, aunque ese otro ya no nos pueda devolver la mirada. El hola y el adiós como principio y fin del encuentro entre iguales, como elevada muestra de respeto, de reconocimiento. El saludo como expresión máxima de la condición humana. Ese gesto que acompaña a la mirada marca el recuerdo, engrana el momento, para que lo mirado entonces dure toda la vida. Así entonces ese gesto que no tiene palabra, no se olvida ya más.