Cuando averiguamos el nombre de alguien con el que compartimos alguna actividad parece que ya lo conociéramos. Es que conociendo su nombre, ese antes desconocido empieza a ser un otro, un igual para nosotros y entonces el vínculo comunicativo se echa a andar. Me resulta incómodo el participar en una reunión en la que solo algunos pocos conocemos el nombre de los que participan en ella. Se tratan de “oye” y usando cualquier otro apelativo, luego la charla termina y el grupo se disuelve creyendo que lo que han hablado les ha servido para algo. Me temo que les ha servido para muy poco o nada ya que cuando hablamos para nadie pues entonces nadie nos está escuchando.
Me preocupa el creciente desinterés por el otro y me preocupa aún más el que cada vez sean menos a los que este comportamiento les preocupe. Me temo que nos estamos cosificando, perdiendo humanidad y por consiguiente dejando a un lado nuestra capacidad de sorprendernos, de emocionarnos, de renovarnos. Conversamos muy poco. Intercambiamos datos, información, órdenes como prendido y apagado, entrada y salida, adelante y atrás. Actuamos en automático como respondiendo a una programación a un algoritmo.
Soy un convencido de la enorme importancia que tiene la comunicación emocional. Un componente fundamental de ella es el reconocimiento y parte de este es el uso del nombre en la relación interpersonal. Música para nuestros oídos cuando nos llaman por nuestro nombre. No agota el escucharlo una y otra vez de boca de los otros, siempre será agradable. Por el contrario, no escucharlo, cualquiera sea la duración del intercambio comunicativo, nos hace sentir huérfanos, como ausentes. Algunos hasta pudieran pensar que ya que muy pocos usan el nombre para referirse al otro no es un adecuado comportamiento social el hacerlo. Pues están equivocados. Lo que pudiera estar pasando es que está instalándose entre nosotros algo así como un protocolo de la ausencia. No me llamas por mi nombre pues entonces yo no te llamo por el tuyo.
Me precio de ser parte de ese pequeño grupo de los que usamos el nombre en la relación y me hace sentir muy bien cuando compruebo que aquellos a quienes me dirijo escuchan que los llamo por su nombre.