La oscuridad de madrugada me resulta asfixiante. Camino al aeropuerto para empezar unas cortas vacaciones, esa asfixia se comienza a mezclar con el desorden del tráfico y lo muy feo que se ven a esa hora las muy feas construcciones. Llegó al terminal y luego de registrarme me siento en un café a esperar la llamada para abordar el avión. Hay un silencio raro en el café que sin embargo dura poco. Tres alarmas casi juntas activan mi celular. Leo entonces un primer mensaje, es de una compañía de taxi que sabe que estoy en el terminal y me invita a usar sus servicios. El segundo es de mi operador telefónico que me ofrece a una tarifa módica tener cobertura para el tráfico de datos en el extranjero. El tercero es de una aseguradora que me ofrece un seguro de viaje integral, vida, salud y accidentes personales, haciendo solo click en su página. Termino de leer y me asalta un ligero escalofrío ¡Todos saben dónde estoy!
Nuestra vida privada es pública. Chuponeos, ediciones, montajes hacen de nuestro diario trajinar una aventura cortada y contada por otros, por cualquiera. Cada vez más nos podemos esconder menos. Y claro, todo eso y mucho más ya lo sabía y sin embargo en ese momento tuve miedo. Tal vez fue el madrugón. Quizás el saber que empezaba un descanso me permitió “darme cuenta” de que no tengo privacidad. Pienso ahora en ese juego de cuando niño “a las escondidas” y me apena que no se pueda jugar más. Ya no es alguien llamado “Gran Hermano”, ahora cualquiera puede curiosear, copiar y pegar, modificar, en fin, hacer de nuestra vida otras vidas y entonces siento miedo.
Estoy en Sao Paulo, claro que ya todos pueden o podrían saberlo si quisieran. Igual lo digo, aunque suene reiterativo. Estoy ya tres días andando por esta ciudad y no he escuchado una sola vez el sonido de una bocina ¡Qué miedo! ¿Me estaré quedando sordo? No felizmente y tampoco es que aquí los automóviles no tengan bocina ¡es que no la usan! Hay un orden en esta ciudad y tal respeto por el orden que también me produce desazón, no miedo, desazón, pena inmensa de saber que a mi regreso toda esta experiencia será solo un recuerdo que se borrará en unos días a punta de bocinazos y seguidas faltas de respeto por el orden en una ciudad en que lo que menos sabemos hacer es respetarnos. Y mi celular se llenará de mensajes con ofertas locales porque, claro está, ya saben todos que estoy de vuelta.