“¿Esos modales dónde los aprendiste?”, me pregunta un joven alumno durante el almuerzo. Había observado mi comportamiento respetuoso hacia el personal que atendía nuestra mesa: agradeciendo, llamándolos por su nombre, solicitando por favor, en suma, valorando su trabajo. Primera vez que alguien me hace esa pregunta y una pausa extraña separó la respuesta: “¡En mi casa!”, dije. Un silencio largo mientras apurábamos el postre, otros temas y luego nos levantamos para continuar trabajando en el taller que terminó dos horas después. La pregunta, sin embargo, la seguí escuchando hasta este momento en que escribo estas líneas.
Me acompaña el rostro amable de este joven con voz de niño curioso mientras quiere averiguar y me apena no haberle dado una respuesta más útil. Siento que, huérfano de modelos, esperaba en ese instante que yo fuese uno bueno para él. Me había estado observando y sintió que podía emularme.
“En mi casa”, fue mi respuesta y sí pues, allí aprendí de mi familia toda a querer a los demás y a demostrar cariño con palabras y gestos. Cada comportamiento era aplaudido o corregido mientras crecía y observaba a mis mayores comunicarse con respeto. Tuve modelos, ejemplos que fui emulando y así se fue formando la persona mayor que soy ahora y cuyo comportamiento llama la atención de un joven que pregunta porque valora positivamente lo que observa y quiere saber cómo hacer para adquirir lo que él llama modales.
En toda relación el comportamiento debe partir de reconocer al otro como un igual, es decir, con idéntico valor. A partir de ese momento, en el que nos hemos reconocido al mirarnos, las palabras serán amables para ambos. No es que tengamos que seguir necesariamente un protocolo, se trata de valorar con estas el rol que cada uno juega en la relación. Entonces saludar, pedir permiso o solicitar por favor, agradecer, disculparse, usar el nombre, despedirse y cualquiera otro accionar que demuestre nuestro interés respetuoso por el otro calificará como comportamiento amable. Así de fácil.